Con la partida de mi madre, habiendo perdido a mi padre años atrás, decidí cuidar de mí en busca de una vejez tranquila. Así, a mediados de 2021 y tras un año de terapia psiquiátrica, mi especialista me sugirió reducir mi estrés laboral de autónomo. En la siguiente cita se encontró con que había montado otra empresa, lo que confirmó sus sospechas sobre mi TDAH poco después diagnosticado, además de un trastorno ansioso-depresivo crónico desde la infancia.
Al finalizar ese año inicié el lento proceso para el reconocimiento de mi grado de discapacidad, un par de semanas antes de que en enero, con dos vacunas en mi haber, sufrir el COVID-19 con síntomas moderados. Lo superé en una semana aunque me quedó una tos seca persistente y un cansancio al caminar que atribuí a los efectos del confinamiento
La primavera y el verano pasaron, y el otoño, aunque difícil, fue soportable. El invierno me trajo encadenada gripe tras gripe, intensas  pero sin fiebre, con jaquecas y tos grosera. Al no tener fiebre, seguí con mucolíticos por indicación médica y no le di mayor importancia.
Una tarde, estando solo en casa con mi perrita, me desmayé al toser. "Síncope tusígeno", nada especialmente grave. Pero tras dos meses en los que los desmayos aumentaron a varios diarios, mi médica me derivó con urgencia a un neumólogo que me llamó por teléfono solo dos días después, comprometiéndose a hacerme pruebas sin demora; mi sorpresa fue mayúscula al recibir cita con él y para un TAC con fecha de enero de 2024.
La lentitud del sistema me forzó a optar por la sanidad privada. Allí, tras varios meses de pruebas, me diagnosticaron importantes daños por el COVID: parexia en el diafragma, rinosinusitis aguda, asma crónica, síncopes tusígenos, episodios epilépticos y pérdida arbitraria de voz por disfonía funcional. A día de hoy mi abundante tratamiento me deja somnoliento durante todo el día, limita mis paseos a 15 minutos por agotamiento, me prohibe conducir y me recomieda no estar solo, no realizar esfuerzos ni tampoco salir a calle sin compañía salvo lo estrictamente necesario.
Mientras, mi solicitud de discapacidad seguía estancada en un laberinto burocrático. En agosto, sin noticia alguna y viéndome obligado a cerrar mi negocio, seguí actualizando mi expediente. La respuesta fue un eco de la burocracia digital: sin avances concretos.
Finalmente, en octubre de 2023, tras 20 meses de espera, me informaron de que mi expediente no aparecía en su sistema y me instaron a presentar la petición de revisión con la copia de la solicitud inicial y los nuevos informes a través del registro civil de mi ayuntamiento. En una nueva visita al centro, la respuesta fue la misma: no constaba ni mi petición inicial ni la segunda registrada. Así que dejé una copia allí.
Las citas fallidas y las respuestas evasivas acrecentaron mi sensación de total abandono. A finales de noviembre mi solicitud apareció, pero solo en forma de mi nombre en una libreta anotada a mano.
En diciembre, tras otra cita fallida porque "la persona que tenía que atenderme se había ido antes de mi turno", sin la cortesía de avisarme para evitar un traslado desde otra localidad que no puedo realizar yo solo, conseguí que me atendiera, al día siguiente, el coordinador técnico del centro. Tan amable como cínica y negligentemente, me  advirtió de que solo consideraría mi caso ante un informe donde mi neuróloga especificara que existe riesgo de muerte.
Inmediatamente me acerqué a hablar con mi doctora, quien me respondió que lo que me estaba formulando este señor es inaceptable y que, sin duda alguna, yo no estoy en condiciones de ejercer ningún tipo de trabajo.
Hoy me encuentro destrozado, casi sin ánimo, pero con la convicción de luchar por los derechos que nuestros padres y abuelos defendieron. Uno de esos días tristes en los que, esperando un abrazo de ayuda que intuía frío, incluso indiferente, encontré uno de hielo que quema hasta matar.

Ilustración. Juan Esteban

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