De pequeño quería ser astrónomo, pianista, biólogo, meteorólogo y periodista; me fascinaba escribir, la música, los planetas y galaxias, la tecnología, y pintorrear manchas porque me aburría dibujar; luego me dio por la bioquímica, la geografía, la climatología y la publicidad. Sin embargo, de las matemáticas sólo me llegaron a divertir las integrales —soy así de especialito—. Eran tan variadas mis preferencias que nunca tuve muy claro qué ser de mayor. Tantas que casi ninguna, y no sé cómo me las apañé para que mi TDAH pasara inadvertido hasta muy, muy mayor.
Siempre atribuí a mi madre la suerte de haber estudiado Bellas Artes. Un día, mientras cursaba primero de Filología, me notó aburrido de aquel bachiller ampliado y me preguntó si quería estudiar pintura. Me gustaba la idea pero nunca se me pasó por la cabeza porque el dibujo no era de mi agrado; quien dibujaba bien en casa era mi padre y yo no heredé su habilidad con el lápiz. Aún así, me pareció tan emocionante el reto que lo acepté sin pensarlo. El poder de la dopamina…
Muchos años antes mi padre, que era sordomudo y también muy inquieto, ya me hacía con frecuencia preguntas realmente difíciles para un niño que no llegaba a los diez años, como la de qué es la música, o en qué nos basamos para decir que alguien canta bien o mal, del por qué es posible que a mí no me gustara alguien que reconocía que cantaba bien, o qué se siente para que algo te motive a bailar. Desde muy pronto, tal vez sin quererlo, me hizo ser muy consciente de los sentidos y de lo que significaban en mi vida.
Le encantaba jugar al ajedrez y leer, especialmente libros de Historia y periódicos, pues le interesaba mucho la actualidad. También leía a diario las noticias en televisión con subtítulos y en el teletexto. Un día encendí la tele y estaban dando una película, sólo recuerdo que en blanco y negro. En automático activé los subtítulos y, para mi sorpresa, me pidió que los desactivara. Mi padre era una persona sensible y le recuerdo emocionarse, reír y llorar con el cine. Le pregunté cómo era posible que la quisiera sin subtítulos y me respondió sin dudar lo más mínimo: “porque prefiero imaginar”.
Ahora, con los años, sé que mi forma de entender el arte se la debo a él más que a los estudios y a la facultad: un arte que transciende al medio, al formato, a la técnica e incluso al autor y a su intención. Para mí, como me mostró mi padre, el arte ocurre cuando una persona se conmueve. Y esta fue mi primera gran lección.

Fotografía propiedad de familia Esteban Ruiz

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